Comentario
Contra las ideas procedentes del mundo luterano, surgió pronto una respuesta teológica y política. Además de responder a los errores de la fe o de la naturaleza de la Iglesia, los teólogos católicos Roberto Bellarmino, Luis de Molina, Francisco Suárez y otros, desarrollaron una teoría de la sociedad política que, sin apartarse de la teología, atacó las tesis luteranas. En primer lugar, defendieron la superioridad del poder eclesiástico sobre el civil, la del derecho divino positivo y sobrenatural sobre el derecho natural y la autoridad espiritual del Papa, pastor de todo el rebaño, sobre los reyes. Sin embargo, no proclamaron la fusión de las dos espadas, ni la autoridad de lo espiritual sobre lo temporal. Por el contrario, respondiendo a las argumentaciones luteranas, sostuvieron que las dos autoridades son distintas entre sí y cada una suprema en su orden y cada una subordinada a su fin. Sin embargo, como el fin de la Iglesia es superior, ésta como sociedad perfecta que es puede intervenir en esa otra sociedad que es el Estado. Se sigue de esto que el Papa es superior no sólo a la persona del rey, sino incluso a su poder temporal, aunque éste sea soberano y, por ello, puede dirigir e incluso deponer a los reyes para la realización de los fines espirituales de la Iglesia.
Partiendo de principios tomistas estos teólogos católicos desarrollaron (sobre todo Suárez) una teoría de la sociedad política según la cual el Estado no es una mera extensión de la familia, sino que forma parte del orden del mundo natural. Su existencia está conforme con la voluntad de Dios y su idea es anterior al pecado original. El Estado natural surge por el acuerdo de los hombres que reconocen libre y racionalmente una necesidad a priori de su existencia, aunque eso no quiere decir que sea un mero resultado de la conjugación de voluntades individuales.
En segundo lugar, la soberanía del Estado, como la potestad pública que consiste en el poder de hacer la ley, es suprema y de derecho natural, aunque su fijación y definición dependen de la libertad humana. En virtud de esa libertad la soberanía suprema corresponde al conjunto de los hombres y no sólo a un individuo pues "Princeps autem pars est republicae". Quedan así establecidos los principios de soberanía popular y de libertad de la comunidad para elegir el régimen de su preferencia, las dos grandes aportaciones al pensamiento político de los constitucionalistas católicos. No obstante, Suárez, de acuerdo con la tradición, no duda de que la Monarquía sea la mejor forma de gobierno posible, lo cual minusvalora su tesis sobre la soberanía popular. Su explicación defiende que la comunidad es libre para escoger un régimen en el momento de la fundación del Estado, pero, una vez instaurado aquél, ya no puede cambiarlo. Esto significa que en una Monarquía el rey ejerce el poder mediante delegación, pero esta delegación es irrevocable y le confiere definitivamente la soberanía hasta el punto de hacerle superior al Reino. La comunidad enajena de ese modo la soberanía. La realidad indicaba, en efecto, que las Monarquías contemporáneas a Suárez eran absolutas y que los reyes eran considerados como ministros de Dios. No obstante, la soberanía tiene para el propio Suárez sus límites. Los límites se fijan en función de la finalidad del Estado, ya que las cosas sólo existen respecto "sui finis". El fin del Estado es el bien común; en consecuencia, la autoridad está subordinada a la Ley, a la Justicia. Si el rey soberano legítimo actúa contra el bien común, se convierte en tirano y merece ser resistido. Sin embargo, los teólogos católicos apenas prestaron atención a esa cuestión que había sido aparentemente zanjada por Lutero y por Calvino.
En efecto, el desarrollo de la doctrina protestante del derecho a la resistencia conoció, después de Calvino, un cambio revolucionario en los escritos que contra el poder absoluto y su monopolio redactaron tres destacados calvinistas, más conocidos como "monarcómacos": François Hotman (1524-1590), Theodore de Béze (1519-1602) y Philippe du Plessis-Mornay (1549-1623). Para Hotman, que busca argumentos y tradiciones que limitaran el poder del rey, al mismo tiempo que una defensa jurídico-política de sus correligionarios hugonotes considerados rebeldes por la Monarquía absoluta francesa, es básica la distinción entre rey y Reino, entre cabeza de la comunidad y cuerpo de la comunidad. Para Hotman, de las relaciones entre ambos se puede concluir que el pueblo puede vivir sin rey pero no al revés. En segundo lugar, respecto al poder del cargo de rey se trata de una función vinculada al derecho y a la ley, obligatorias tanto para el monarca como para la comunidad.
Theodore de Béze, por su parte, tiene una concepción de la autoridad muy coincidente con Hotman. El poder de las autoridades, por grandes y soberanas que sean, depende del poder del pueblo que las ha elegido en ese nivel y no al contrario, pues el pueblo es una realidad anterior a las autoridades, en función de la cual surgen éstas y por causa de la cual reciben su mandato.
Las relaciones entre gobernantes y súbditos son para Béze de obligación mutua y recíproca, siendo la ruptura de esas obligaciones, por una de las partes, la que justifica la desobediencia y la resistencia. No obstante, se entiende que ésta sólo la pueden ejercer las autoridades y no las personas particulares.
Quien, con todo, mejor analizará y profundizará esta cuestión será Du Plessis-Mornay. Partiendo del principio de que Dios es el único señor y propietario de todas las cosas, siendo los hombres meros administradores de ellas, Du Plessis-Mornay en su "Vindicae contra tyrannos" (1579) estudia cuatro grandes cuestiones en relación con el derecho de resistencia: si los súbditos deben seguir obedeciendo a sus reyes aun cuando éstos hayan ordenado algo contrario a la ley divina; si se puede resistir a un príncipe que viole la ley de Dios o persiga a la Iglesia; si se puede resistir a un gobernante que en el ejercicio de su cargo conduzca a la ruina a la comunidad política, y si un príncipe extranjero puede venir en auxilio de los súbditos de otro príncipe tiránico cuando se lo reclaman. Sólo la relación del rey o gobernante con el pueblo puede responder a esas preguntas. Coincidiendo con los anteriores, Du Plessis considera al pueblo como superior al rey, en el sentido de que aquél le indica a éste la función que debe desempeñar en el seno de la comunidad política, que no es otra que procurar el bien del pueblo, allí donde se sitúa el limite del poder. El poder así entendido es como un feudo concedido al rey por el pueblo, y aquél no es más que un vasallo de éste. Sin embargo, la resistencia justificada cuando el oficio de rey no se dirige al bien común sólo puede ser ejercida por las autoridades populares, por los magistrados que representan al cuerpo del pueblo y no por los hombres particulares o privados.
Abandonando estas posiciones, Jean Bodin se reveló en sus "Seis libros de la República" (1576) como defensor inflexible del absolutismo, rechazando de paso todas las teorías que sostenían el derecho de resistencia y proponiendo una Monarquía fuerte como único régimen capaz de restaurar la unidad y la paz política perdidas durante la revolución hugonota. Partiendo de una creencia antropológica pesimista, Bodin manifestaba que debido a las cosas mundanas el estado floreciente de una comunidad no puede lograr una larga continuidad. En efecto, para Bodin, como todos los reinos tienden a caer en corrupción y no hay nada más feo que la confusión y el tumulto, es dificultoso y al mismo tiempo necesario establecer un orden y una armonía apropiados para cada comunidad. Así pues, el orden es frágil pero es necesario mantenerlo a toda costa, contra los que resisten, contra la anarquía. De esa reflexión nace su teoría del derecho a la resistencia, muy próxima a la expresada por Lutero y muy distante de la defendida por los "monarcómacos", según la cual no se puede atentar contra la vida del soberano aun cuando haya cometido todas las perversiones, impiedades y crueldades que puedan imaginarse. No obstante, a pesar de esa negativa tan tajante, Bodin contempla dos excepciones. Cuando el gobernante sea un usurpador podrá ser asesinado legalmente por todo el pueblo o por un individuo de él. En segundo lugar, si la resistencia a un tirano procede del exterior puede ser legítima. En cualquier caso, la teoría de la pasividad desarrollada por Bodin presenta una novedosa aportación, pues implica la introducción, la justificación y la fundamentación teórica y práctica del concepto de soberanía absoluta: como el objeto esencial del gobierno ha de ser asegurar el orden antes que la libertad, todo acto de resistencia de un súbdito contra su gobernante deberá quedar proscrito, pues de lo que se trata es de conservar la frágil estructura del Estado. En otras palabras, resulta preferible la más fuerte tiranía que la anarquía. Así pues, en toda sociedad debe haber un soberano que sea absoluto. ¿Cómo se define un soberano absoluto?: aquel que manda sin ser mandado y sin encontrar, por esa razón, oposición. "Majestas est summa in cives ac subditos legibusque soluta potestas". Esto es, el soberano absoluto es inmune por definición, sólo tiene que dar cuentas a Dios. De este modo, ya no se trata de hablar de resistencia o no resistencia, sino de soberanía absoluta. ¿Cuáles son las señales de la soberanía, cómo se concreta?
La soberanía absoluta es un imperativo categórico de la existencia y de la unidad del Estado y se condensa en el principio "princeps legibus solutus est" con respecto a las leyes positivas dadas por sus predecesores o por él mismo, de tal manera que el monarca es la fuente de toda ley positiva. Además de absoluta, la soberanía es indivisible. Sin embargo, la potestad absoluta de los reyes soberanos no se extiende a las leyes divinas y de la naturaleza. La soberanía absoluta consiste en el poder de legislar sin el consentimiento de los súbditos, de hacer la guerra y firmar la paz, de nombrar a los magistrados superiores, de oír apelaciones finales, de otorgar perdones generales o particulares, de recibir homenajes, de acuñar moneda, de regular pesos y medidas, de imponer cargas fiscales.
En función del ejercicio de la soberanía y del número de personas que la ejerzan, el Estado adquiere una forma u otra: Monarquía si quien la ejerce es un rey, democracia si es un pueblo, aristocracia si es un grupo pequeño y selecto. Para Bodin lo importante, sin embargo, es que la soberanía en cualquiera de esos casos sea absoluta. Su preferencia, no obstante, es por la Monarquía, pues "no puede haber más que un soberano en una República".